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Tarde del 2 de octubre de 1968, hoy hace 50 años. Unas 15 mil personas se acercan a la mexicana Plaza de las Tres Culturas para escuchar las palabras de los representantes del Consejo Nacional de Huelga que les hablan desde el balcón del tercer piso del edificio Chihuahua. La gran mayoría de los asistentes son estudiantes, pero también abundan mujeres y niños. En la misma tercera planta del edificio Chihuahua hay periodistas de todo el mundo que se han venido a cubrir los Juegos Olímpicos que empiezan en diez días.

Los oradores van interviniendo, aparece una delegación de trabajadores del ferrocarril para dar su apoyo a los estudiantes y se comunica la suspensión de una marcha para no alterar los ánimos de las fuerzas policiales y militares dispuestas por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, presidente del país y colaborador de la CIA a tiempo parcial en su lucha contra el comunismo internacional.

Un helicóptero sobrevuela la plaza y una vez terminados los discursos lanza bengalas de colores. Es la señal. En realidad se vienen dando señales desde hace semanas. El 22 de julio, una trifulca entre estudiantes en un partido de fútbol americano es disuelta a porrazos por el cuerpo de granaderos. Del 26 al 29 de julio hay paro estudiantil en varias escuelas y el ejército entra en varias de ellas, llegando a destruir una puerta del siglo XVIII de la Preparatoria 1 en San Ildefonso con un bazuca. Y van cayendo el goteo de detenidos. El 28 de agosto los tanques dispersan las manifestaciones y el 18 de septiembre el ejército invade la Ciudad Universitaria de la UNAM y ocupan varios edificios hasta el 1 de octubre.

Volvemos a la Plaza de las Tres Culturas en Ciudad de México, tarde del 2 de octubre, cuando caen bengalas de colores del cielo. No es una señal divina, es la señal para que empiecen a llover hostias y plomo a raudales. Empiezan los disparos que escupen ametralladoras de todo calibre ubicadas en los cuatro costados de la plaza. Estalla el pánico y caen los primeros cuerpos ensangrentados.

Al frente de la operación militar está el general José Hernández Toledo, que ya ha dirigido las acciones de ocupación de recintos docentes como la Universidad de Michoacán, la de Sonora y la Autónoma de México, violando el sagrado principio de autonomía universitaria. Y ya puestos sigue violando más principios sagrados al frente de una tropa de unos cinco mil efectivos y un cuerpo de paracaidistas de elite apoyados por fuerzas de policía. Actúan como una pinza que cercena vidas a tiro limpio o avanzando a bayoneta calada.

La excusa que blanden gobierno y Ejército como el que blande un sable es la supuesta existencia de francotiradores del marxismo internacional que abrieron fuego sobre los soldados. No hay rastro de esos francotiradores en la tercer planta del edificio Chihuahua. Los únicos que han entrado ahí son unos tipos de aspecto torvo que se identifican por llevar un pañuelo blanco atado en la mano izquierda. Son los miembros del Batallón Olimpia, grupo paramilitar armado desde las cloacas del Estado, o desde el Estado convertido en gran cloaca, vaya usted a saber, que llevan tiempo organizando el caos.

El Secretario de la Defensa Nacional, el general Marcelino García Barragán, insiste en la versión de los francotiradores extranjeros y habla de como mucho una treintena de muertos en la plaza. The Guardian habla de unas 325 personas asesinadas. Nunca se sabrá. Los militares acordonan la plaza e impiden fotografiar los cuerpos trizados por las balas. Hay centenares de heridos y más de dos mil detenidos que van a parar al Campo Militar número 1 y a la cárcel de Santa Marta Acatitla. Grupos de soldados registran una a una todas las viviendas de la zona de Tlatelolco.

Y diez días después se inauguran los Juegos Olímpicos, bautizados cínicamente como los Juegos de la Paz. La paz que nunca tendrán las personas asesinadas con total impunidad en una larga zanja que va de Tlatelolco a Ayotzinapa pasando por Ciudad Juárez.

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