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Esta es una tentativa —demasiado larga para ser un resumen, demasiado corta para ser un análisis en profundidad—, de recopilar y entender los ciclos de violencia y de lucha y resistencia contra esa violencia en Ciutat Vella. Se intenta hacer a partir de tres elementos que se van superponiendo: 1) las políticas de agresión llevadas a cabo para transformar, entregar al mercado y rentabilizar el territorio (y su relación con políticas que se hacen más allá del ámbito municipal); 2) los procesos de expulsión y resistencia a las que han dado lugar; y 3) los sujetos sociales que de manera formal e informal han configurado esas resistencias y contragolpes, y las características de sus formas de lucha. Por otro lado, también es un intento de pensar el ciclo actual de luchas en el Distrito y sus necesidades, a partir de esa perspectiva histórica pero también de una primera interpretación de la situación actual.

Pequeño balance de (la lucha contra) un barricidio

El período de violencia urbanística organizado alrededor de las Olimpiadas del 92, fue el más prolongado, agresivo y destructivo social y urbanísticamente desde la abertura de la Via Laietana. Comenzó en 1988, con los primeros derribos y las expulsiones vecinales en el Raval; continuó con las operaciones de demolición del Casc Antic y las ayudas a la «rehabilitación privada» en el Barri Gòtic; e intentó completarse con un epílogo a través del Plan de los Ascensores de la Barceloneta como otro modelo de rehabilitación privada basado en la instalación de ascensores en las escuetas fincas del barrio portuario. Este ciclo culminó con la apertura en 2011 de la sede de la nueva sede de la Filmoteca de Catalunya, que daba fin a un período de veinticinco años de colonización y conflicto urbano.

El proceso de reforma tenía dos finalidades: Ciutat Vella debía ser una fábrica de producción de valor (inmobiliario, comercial…) para el mercado y también ser el producto (turístico, de marca…) en sí. Para hacerlo posible se crearon Promoció de Ciutat Vella (PROCIVESA) y su sucesora Foment de Ciutat Vella (FOCIVESA), a las que se les dieron poderes de actuación en materia de expropiación e intervención urbanística. En ambas sociedades participaban, junto al Ajuntament y la Diputació, La Caixa, SABA Aparcaments, Telefónica…, que eran accionistas y beneficiarias con distintos porcentajes.

Para que la combinación entre la fábrica Ciutat Vella y el producto Ciutat Vella funcionaran, el panorama humano también debía corresponder con las expectativas y necesidades económicas. El desarrollo inmobiliario y la conversión en parque temático del centro de la ciudad debían ir acompañados de la sustitución de población. El vecindario solo podía quedarse si contribuía a la revalorización del territorio con su poder adquisitivo (nuevos vecinos de clases altas) o con su imagen de marca (artistas y miembros de las industrias culturales). Quién no lo cumpliera solo podía asumir la cuenta atrás antes de marcharse o la expulsión violenta. Esa dinámica es difícil de dimensionar, ya que nunca ha habido cifras oficiales sobre las miles de personas expulsadas o desplazadas, pero en 2005 Josep María Huertas Clavería y Jaume Fabre cifraron en 7.000 solo las personas afectadas por las operaciones de derribo.

Hablamos de un proceso capitaneado desde las propias instituciones estrechamente aliadas con grandes poderes privados, que se producía además en un determinado contexto legal, político y económico: desmantelamiento general de derechos de los inquilinos (en las sucesivas reformas de la Ley de Arrendamientos Urbanos), entrega de suelo al mercado privado (mediante los procesos de liberalización en la Ley del Suelo primero del PSOE y luego del PP), y el comienzo a partir de 1996 del boom inmobiliario. Sobre el territorio de Ciutat Vella —con sensibles diferencias según los barrios, pero con graves consecuencias sociales en todos los casos—, eso daría lugar a una cascada de expulsiones visibles e invisibles, mediante la acción complementaria y siempre violenta entre Estado y mercado. Por una parte, demoliciones masivas como las de la actual Rambla del Raval, Robador y la Plaça dels Àngels en el Raval o las de Santa Caterina y el Forat de la Vergonya en el Casc Antic, cercaron zonas enteras de los barrios estableciendo espacios de violencia estructural a lo largo de años. Junto a ellas, prácticas de violencia cotidiana como expropiaciones, acoso inmobiliario, desahucios y todo tipo de fraudes e irregularidades tanto institucionales como privadas.

Ese proceso estuvo, además, apoyado en un amplio consenso que abarcaba desde los propios partidos a la izquierda del PSC gobernante (ERC e Iniciativa per Catalunya) hasta entidades vecinales, sindicatos mayoritarios, la totalidad de los medios de comunicación y sectores de las élites y las industrias culturales. Todos ellos, de manera diferente, tuvieron su contrapartida en términos urbanísticos y económicos: CCOO, UGT o la Associació de Veïns del Raval tuvieron el premio de la cesión de los solares para sus cooperativas de vivienda, además de las oficinas de UGT en el marco de la conocida como operación Illa Robador. el MACBA, el CCCB o universidades tanto públicas como privadas (de la UB a la UPF o la Ramon Llull) capitalizaron el territorio en términos de industria cultural o del conocimiento. En ese marco de relaciones clientelares de diferente nivel y con distintas expectativas, se construyó un consenso político suficiente para la ejecución del barricidio, que los perpetradores denominaban «saneamiento, recuperación o rehabilitación».

Sin embargo, este consenso se produjo en un clima de resistencias tanto formales como informales, que no pudieron evitar los profundos estragos de aquella estrategia de «destrucción creativa», pero que sí acabaron por sabotear el guion que buscaba reducir a los barrios a la productividad inmobiliaria y turística. Una agrupación difusa entre sujetos ya presentes y sujetos inesperados acabó alterando el código. El aguante de las poblaciones residentes amenazadas, el protagonismo de las nuevas migraciones de la década de 1990 y los primeros 2000, las okupaciones protagonizadas por sectores juveniles sometidos a situaciones de precariedad laboral y ya con dificultades de acceso a la vivienda, la recomposición de unos nuevos movimientos sociales muy atravesados por la confrontación con la especulación, la resistencia a desaparecer de colectivos como las trabajadoras sexuales, el posicionamiento de algunas asociaciones vecinales al margen del consenso mayoritario, y algunos sectores de clase media movilizados en relación con la destrucción de patrimonio histórico. Ese magma no pudo frenar pero sí alterar el plan maestro que trazado en los circuitos de poder.

Con ciertas diferencias según los barrios, las composiciones sociales de estos empezaban a ser más complejas. En el Casc Antic y el Raval se daban composiciones semejantes: destrucción urbana, procesos de expulsión y de resistencia residencial, aparición vecinal de la clase trabajadora transnacional (migrante), y un tejido juvenil precario (a menudo también transnacional, tanto europeo como latinoamericano). Era una batalla puerta a puerta, piso a piso, que solo conseguía romperse cuando en ciertos espacios —el Forat de la Vergonya, algunas fincas de Robador…— cristalizaban alianzas entre esa nueva complejidad de actores.

En el Gòtic y la Barceloneta, con formas sociales y de clase diferentes, operaban otras características: un tejido social/familiar menos marcado por las migraciones, una tensión entre presión económica y resistencia a la expulsión residencial estructurada sobre vínculos familiares y vecinales intergeneracionales. Eso era más fuerte en la forja obrera y portuaria de la Barceloneta y estaba más desgastado en la mezcla de clases medias y clases populares del Gòtic.

En ese momento, el modelo de asociación de vecinos que había jugado un papel catalizador en las décadas de 1970 y 1980, se mostraba agotado como modelo de organización e incapaz de abarcar tanto los sujetos como los conflictos del momento. Dejando aparte aquellas asociaciones que directamente se pusieron al servicio del proyecto de destrucción y expulsión, el papel de aquellas que optaron por un lugar de oposición, fue el de dar cobertura jurídica a la hora de afrontar disputas judiciales con las instituciones (que, en algunos casos, como el de la Taula del Raval, les supusieron ataques feroces como el montaje mediático-judicial de una falsa red de pederastia), pero ya nunca más el de representación más o menos amplia de los sujetos vecinales.

En cualquier caso, estos contextos acabaron determinando las propias características, perfiles y necesidades de las luchas que se dieron en el momento. La degradación inmobiliaria como punto cero del proceso especulativo, propició procesos de okupación tanto de viviendas como de centros sociales, que a menudo generaban alianzas entre la población residente amenazada y la población juvenil precarizada. La clase trabajadora transnacional como nuevo componente vecinal, bloqueó el buscado proceso de elitización del parque de viviendas y también se reflejó en luchas políticas y procesos de organización social, como los encierros por la regularización en diferentes iglesias del Distrito. En la Barceloneta, la alianza entre lo que originalmente era una Comisión de Fiestas de la pequeña calle Pescadors y la okupación de un edificio propiedad de la Guardia Civil (Miles de Viviendas), generó una lucha que frenó el llamado Plan de los Ascensores, la principal arma estratégica para poner el barrio al servicio del mercado. En el Casc Antic, la alianza no exenta de conflictos internos entre okupas, vecindario en procesos de expulsión y la Associació de Veïns del Casc Antic dio lugar a la reapropiación social de unos terrenos cercados y destinados a un macroaparcamiento y una plaza dura, y que acabaron siendo espacio público vecinal (durante algún tiempo con altos grados de autogestión). En el Raval, fue alrededor de Robador —convertido, mediante un enorme cráter vallado en el corazón del barrio, en una zona de exclusión legal donde se ejercían todo tipo de violencias contra sus habitantes— donde se tejieron alianzas circunstanciales, casi de guerrilla y a salto de mata, alternativamente entre la Plataforma contra la Especulación, el Ateneu del Xino, El Lokal, la Taula del Raval y vecinos de fincas como Robador 29 o Robador 33, mientras la Barcelona oficial desplegaba el discurso humanista, sostenible y multicultural del Fòrum 2004.

Eran luchas estrechamente ligadas la defensa de un territorio (entendido no solo como lugar físico sino como espacio social); claramente antiinstitucionales en tanto que el Ajuntament no aparecía como un mediador o un ente neutral sino como el autor intelectual y material de la violencia; desligadas de partidos políticos en la medida en que cualquier representación institucional estaba comprometida en diferentes grados con lo que estaba pasando; y arraigas a las necesidades inmediatas de los habitantes hostigados por los procesos de expulsión.

La aprobación en 2006 de una ordenanza cívica, pensada principalmente para Ciutat Vella y con la finalidad de criminalizar las prácticas formales o informales, molestas o disidentes respecto al proyecto y la imagen de distrito y de ciudad que quería proyectarse, no era ajena a la intensa actividad de recuperación del espacio público, que supuso la movilización de ese conjunto de resistencias

Entre la crisis y la hiperturistización

Llegada la crisis del 2008, la industria turística fue convertida en la supuesta alternativa productiva a una economía del ladrillo que había entrado en quiebra y que, al menos durante un tiempo, sería difícil de vender como «camino de prosperidad». Si bien el turismo nunca había estado ausente del modelo y su relación con la especulación inmobiliaria era evidente, en los discursos institucionales comenzó a perfilarse como la gran tabla de salvación que daría cobertura a nuevas políticas de transformación del territorio.

Esa fue la manera en la que la legislatura de CiU y Xavier Trias le dio continuidad a los más de treinta años de Gobiernos municipales tripartitos o bipartitos entre PSC, Iniciativa per Catalunya y ERC. La coincidencia del mando convergent en el Ajuntament y el Govern de la Generalitat en manos de Artur Mas, permitió abrir de par en par las compuertas de un nuevo período de privatización y explotación del territorio. Desde la Generalitat, a través de una ley omnibús, fueron totalmente desreguladas las aperturas de pisos turísticos o apartahoteles. Mientras, desde el Ajuntament se aprobaba un Plan de Usos, cuyo único estudio previo era, literalmente, en un estudio de mercado sobre el potencial hotelero del Distrito encargado a la consultoría privada BBD. Sus dos dos ejes principales eran:

Permitir la ampliación de los hoteles ya existentes y la construcción de otros nuevos en zonas periféricas del Distrito y en edificios catalogados como patrimonio.

La aprobación de las Areas de Tratamiento Específico en los entornos del Forat de la Vergonya, Robador y el Front Marítim de la Barceloneta, para la apertura sin restricciones de bares, restaurantes y negocios de ocio nocturno. No era coincidencia que las tres ATE incluidas en el Pla d’Usos coincidieran con los tres núcleos de conflicto urbano más significados durante el período de la reforma.

La aceleración turística iba acompañada de la renovación de la apuesta por otro ciclo más de expulsión vecinal, que ya no estaba basado en la actuación a través de los derribos y los desalojos, sino en la creación de un contexto económico que por sí mismo (inflacionando tanto los precios de la vivienda como el coste de la vida, mientras las precariedades laborales se incrementaban) provocara la expulsión paulatina. No obstante, eso no excluía acciones institucionales concretas dirigidas a ejercer presión sobre determinados puntos. La compra en 2014 de diez fincas en el Raval y el Casc Antic (una inversión de 12,5 millones de euros) estaba destinada a forzar otro proceso de expulsión de población: «No estamos haciendo pisos para realojar a gente de la zona sino que, al contrario, se han hecho pisos de alquiler asequible para que gente del resto de la ciudad venga a vivir a Ciutat Vella», dijo abiertamente la regidora Mercè Homs.

En aquellos momentos, lo que en las décadas de 1990 y 2000 había sido un proceso migratorio, ya había consolidado un nuevo mapa social en el barrio, complejo en términos sociológicos, y una vez más incómodo e indigesto para los planes de remodelación previstos. Lo que se ha venido a llamar «el peso de la población extranjera» encerraba diferentes variables. Entre el 41% de habitantes del Distrito con una nacionalidad diferente a la española, se encerraban procesos muy diferentes. Ya había, efectivamente, un número importante de occidentales de clase alta correspondientes a la población elitizante: profesores, artistas, estudiantes de máster, trabajadores de multinacionales, diferentes componentes de la clase global, que respondían a las expectativas institucionales de atracción de población. Pero un porcentaje mucho mayor era el de esa clase trabajadora transnacional que lastraba ese proceso de elitización. A esas alturas, más allá del alto nivel de movilidad que hay en el Distrito, una parte importante de esa población ya había formado vidas, tenían criaturas en la escuela y en general proyectos de vida arraigados al territorio, en muchos casos también ya se contaban entre quienes habían adquirido la nacionalidad pese a seguir siendo tratados en todos los órdenes como «nouvinguts». En ambos casos, la categoría de migrantes era y es una manera naturalizada pero forzada de mantener la exclusión, de extranjerizar pese al evidente arraigo al territorio.

Por otro lado, sus condiciones de existencia estaban y están estrechamente ligadas a las cadenas de valor relacionadas con sus procesos migratorios y a un racismo funcional a los intereses capitalistas en juego donde también juegan un papel una clase empresarial y propietaria transnacional cuyos nichos de negocio están apegados a la explotación de sus compatriotas. Empresarios de diferente orígenes que controlan multitud de comercios, restaurantes, pensiones… —donde trabajan sin contrato parte importante de sus paisanos que encuentran en ese canal el primer punto de subsistencia—, a la vez que poseen una porción importante de viviendas donde a menudo se aloja esa clase trabajadora transnacional en condiciones de hacinamiento durante largos períodos. Convierten, de esta manera, los vínculos y el estado de necesidad de sus compatriotas en parte de su propio proceso de acumulación para hacerse un lugar funcional en las cadenas de explotación global, jugando además un papel de disciplinamiento y control de la mano de obra. Eso a la vez que, en el resto de ámbitos de la hostelería, la construcción, el turismo, los hoteles o las escalas más precarias de la economía de plataforma, esta mano de obra es la receta secreta de los beneficios de la clase empresarial tanto autóctona como multinacional, gracias a una ausencia de derechos que permite reducir los sueldos, multiplicar las horas y empeorar las condiciones, sustentando el éxito de la acumulación sobre esa sobreexplotación. Destaca ya en esa época, una masa creciente de trabajadoras transnacionales concentradas en el ámbito doméstico o como camareras de piso, en muchos casos solas y con criaturas a cargo, cuya singular realidad de clase, raza y género irá adquiriendo cada vez más relevancia, y que más adelante se convertirá en le sujeto más visible de las luchas de la vivienda.

Junto a este, como el aspecto más visible y novedoso del período, pervive toda una población desplazados interiores de diferentes generaciones, supervivientes del barricidio de décadas anteriores, en muchos casos manteniendo todavía contratos de renta antigua y sufriendo violencias cotidianas por parte de las propiedades, en otros reubicados en pisos sociales en el propio Distrito, sin las condiciones para salir de la pobreza estructural, sometidos a un severo control institucional, subsistiendo mediante trabajos o chapuces sin contrato y diferentes formas de economía informal o, en el caso de aquellas personas con más edad, con pensiones de miseria. Se trata de una población apartada, dejada en un limbo existencial, como si fuera una rémora de otro tiempo que ocupara un lugar en un tiempo al que no pertenecen. Pero que se resisten precisamente a ser un anacronismo practicando resistencias informales: ocupaciones de pisos públicos, resistencias a las trampas de la propia administración para expulsarlos cuando están en ellos de manera legal, autosubrrogaciones ilegales o alegales de contratos, apaños mutuos entre formas de vulnerabilidad (acuerdos de convivencia basados en la relación entre techo y cuidados entre vecinas, entre gente joven y gente mayor…) que evitan las expulsiones saliéndose del foco de la vigilancia institucional.

Iniciar un segundo ciclo de colonización urbana significaba, intentar arrancar aquellas poblaciones que se resistieron a ser borradas del mapa y lo que había arraigado de manera inesperada en esas dos décadas de destrucción. En ese momento en que la endémica pobreza estructural del Distrito se había complejizado y la llamada realidad de los asalariados pobres ya era palpable, los recortes abren una doble vía de degradación y desinversión de servicios públicos, de desmantelamiento de derechos sociales y de sabotaje múltiple de las formas de subsistencia popular. Si por una parte se acentúa una persecución más severa de colectivos como vendedores ambulantes informales o de las trabajadoras sexuales, por otra la Generalitat pretende, en 2012, un recorte general de pagos del PIRMI (5000 expedientes cancelados), que era la única fuente de subsistencia de muchas de estas personas o núcleos familiares y que, solo en el Raval nord, afectaba al menos a 300 personas.1

Asociado a ese proceso, en unos barrios en los que el asistencialismo social represivo pervive desde hace siglos, se produce una fase de externalización de la gestión institucional la pobreza, que provoca un boom de lo que desde ciertos ámbitos se ha venido a denominar como la «industria del rescate». El abandono de este terreno por parte del Estado, en este caso del Ajuntament y la Generalitat, tiene su correlato en el crecimiento exponencial de un sobredimensionado tejido asistencialista privado. Entidades hasta entonces limitadas a una escala de barrio como el Casal dels Infants o Surt dan un salto de escala para convertirse en macroentidades (a menudo como franquicias que llegan a abrir delegaciones incluso en Marruecos), a la vez que comienzan a proliferar multitud de pequeñas estructuras con diferentes tipos de especialización. Algunas de estas, a través de los llamados itinerarios de inserción, dedican toda o parte de su tarea a un papel de agencias de colocación de una nueva inframano de obra, dando cobertura a menudo a formas de servidumbre laboral draconianas. Otras, las conocidas como «empresas de inserción», tienen directamente una actividad productiva (hostelera, textil…) pero su característica es la producción de mano de obra «excluida» (ya como una etiqueta institucionalmente asumida), y que convierten contratos de prácticas o de inserción no remunerados o remunerados por debajo del (ya precario) nivel del mercado laboral en un nuevo modelo de explotación bajo el signo de la filantropía. Esta expansión de lo que se ha llamado el «tercer sector», no solo conlleva una sustitución del marco de derechos por una arbitraria relación de «asistencia». En la práctica, se trata de la construcción deliberada de unas formas de comunidad sustentadas sobre el clientelismo y la despolitización de aquellos ámbitos que contienen de por sí un fuerte componente de conflictividad social. La dependencia de estas entidades tanto de recursos institucionales como de la filantropia de empresas privadas, y a su vez la dependencia de las personas respecto de estas entidades para la cobertura de unos mínimos vitales, se convierte, durante este período, en la gran apuesta de governanza de la crisis social. Algo que no es exclusivo de Ciutat Vella, pero que aquí adquiere un papel particularmente relevante.

En este período han ido desapareciendo o debilitándose las alianzas formales o informales del ciclo anterior. Las okupaciones, las luchas migrantes, el activismo urbano contra la especulación, expresiones vecinales como la de la Barceloneta… han entrado en un ciclo de desgaste y en algunos casos de desaparición más o menos temporal. En el territorio se mantienen vínculos pero los espacios que habían sostenido ciertas luchas en la mayor parte de los casos desaparecen y en algunos permanecen como pequeños grupos de afinidad vigilantes de la realidad pero con una escasa actividad. La eclosión del 15m coincide con ese agotamiento de los espacios organizativos en el territorio, y en apariencia viene a suplir y a abrir un espacio en un momento en el que, a pesar de la situación de crisis social, era difícil vislumbrar los horizontes de lucha. El hecho de que, además, la Plaza Catalunya fuera su epicentro, permitía una permeabilización aún mayor respecto a las terminales activas en Ciutat Vella, que en buena parte se acabaron volcando y haciendo suyo un proceso que prometía la apertura de una amplia zona de ruptura.

La contraparte de eso fue una especie de desterritorialización de las luchas, que impidió que se crearan conexiones con sujetos como la clase trabajadora transnacional o lo que hemos llamado desplazados internos. Eso no era ajeno a quienes protagonizaban el 15m. Aparece de nuevo un tejido juvenil pero con un perfil muy diferente al de la corriente de las okupaciones: becarios, eventuales de la educación, la sanidad u otros ámbitos de la administración, arquitectos o abogados en prácticas, con situaciones de empleo y vivienda precarias, pero en la mayoría de los casos con una relación con el barrio puramente residencial y circunstancial. Quizás con la excepción de la Barceloneta, siempre mejor articulada en los vínculos barriales, el repliegue de Plaza Catalunya para generar asambleas de barrio no sirvió para extender y capilarizar el movimiento. En realidad tuvo un funcionamiento muy distinto, y a menudo con cierta distancia respecto a los mismos territorios y sus realidades específicas. En buena parte, las asambleas de barrio del 15m preparaban los grandes eventos y manifestaciones periódicas que centraban la actividad, pero en ningún caso se preocuparon por comprender e intervenir en y desde el territorio. Sí que dejarían, no obstante, un conjunto de relaciones que, más adelante, en el movimiento antituristización pero sobre todo en el movimiento de vivienda, tendrían por fuerza que bajar la mirada, de nuevo, a ras de barrio.

Un nuevo ciclo de (lucha contra las) violencias inmobiliarias y económicas con la salud comunitaria como mar de fondo

El ciclo que se abre a partir de 2014 está marcado por la quiebra de los límites de tolerancia del turismo masivo y un nuevo ciclo de violencia inmobiliaria asociada a un nuevo período de inversiones y especulación tanto de fondos buitre internacionales como de estructuras locales especializadas en la explotación intensiva del mercado inmobiliario.

En el primer caso, los efectos de las políticas aplicadas desde 2011 se desbordan. Solo los edificios dedicados a hotel en el Distrito pasan, entre 2011 y 2014, de 309 a 361,2 y en ese momento los apartamentos turísticos son 9606 (solo contando aquellos reconocidos oficialmente y no los ilegales o los irregulares). Los establecimientos turísticos (entre hoteles, apartahoteles, apartamentos, pensiones…) superan los 10.000 según cifras oficiales, y el conflicto entre vida vecinal y turismo que había ido dando diferentes muestras de su existencia desde mediados de los 2000, acaba situándose de manera ineludible en el centro de la agenda. Y con él cuestiones asociadas a la gestión del espacio público, el descanso, los recursos (agua, energía…), la gestión de residuos, etc.

Mientras eso ocurre, en un plano menos visible se da lo que podemos llamar una aceleración inversionista en el mercado inmobiliario asociada a dinámicas globales: transferencias masivas de activos inmobiliarios entre bancos y de bancos a fondos de inversión, Y el aterrizaje de las SOCIMI (sociedades de inversión especializadas en la explotación del alquiler) gracias a la ley aprobada por Zapatero en 2009 y posteriormente profundizada por el Gobierno de Rajoy. Un nuevo ciclo de acumulación que da lugar a un nuevo período de violencia inmobiliaria que afecta a familias atrapadas todavía en la crisis hipotecaria, fincas mayoritariamente ocupadas ilegalmente por personas en diferentes situaciones de precariedad, parte de las desplazadas internas que había sobrevivido en el barrio, la clase trabajadora transnacional que en la crisis había perdido sus medios de subsistencia…, enfrentándose a grandes estructuras financieras en procesos de desahucio. Acompañando el proceso y las velocidades exigidas por el ritmo intensivo de las inversiones, aparecieron diferentes actores: desde especuladores bisagra locales cuyo papel en la cadena era comprar fincas para colocarlas a grandes fondos en operaciones relámpago, hasta estructuras como Desokupa dedicadas a hacer el trabajo sucio y ejercer la violencia directa sobre los habitantes de la finca cuando operaciones que necesitaban un vaciado rápido de aquella o cuando la resistencia era superior a la esperada.

Se dan en ese momento dos procesos organizativos que van hilando diferentes confluencias, y que a menudo agrupan los dos aspectos de conflicto que se hacen presentes. Por una parte, la articulación de una respuesta pública a los estragos de la industria extractiva del turismo, cuyo estallido más virulento se produce en 2014 en la Barceloneta, donde el protagonista principal es el vecindario histórico portuario y popular. En el resto de barrios se dan procesos de organización además de más modestos con confluencias más frágiles: algunos activistas de los de siempre, residuos del 15m y vecinos de clase media con vidas consolidadas en los barrios y que han visto como turismo supone un proceso de desmantelamiento de la «vida de barrio». Por otro, se comienzan a articular procesos de organización espontáneos, sin ningún tejido organizativo formal, en torno a algunas de las fincas en las que se han detectado diferentes formas de violencia inmobiliaria relacionadas con el período inversionista. Tanto en los procesos del incipiente movimiento antituristización (en la Barceloneta pero también en tentativas como Ciutat Vella no està en Venda) como en esos procesos de detección y defensa de fincas bajo ataque, operan un conjunto de relaciones previas: de las luchas antiespeculativas y contra la reforma urbanística de las décadas de 1990 y sujetos provenientes del 15m, que se están resituando y que serán una de las bases del proceso que vendría.

Quizás el espacio pionero y que mejor supo detectar y sintetizar las necesidades del momento estaba precisamente en el eslabón más débil de los barrios de Ciutat Vella: Resistim al Gòtic se planteó a la vez como un espacio de defensa vecinal, un colectivo antidesahucios y un dispositivo de denuncia de los estragos del turismo. Esa fue una de las primeras coberturas organizativas frente a los nuevos casos de violencia inmobiliaria. En su estela y también como fruto de algunos grupos de whatsap de escala de barrio puestos en marcha para responder a los desahucios, eclosionaría un conjunto de asambleas, colectivos y sindicatos de vivienda. Estos comenzarían a cubrir espacios que por entonces no cubrían ni la PAH ni el incipiente Sindicat de Llogateres y se concebirían de una manera más arraigada a la construcción de redes relacionales en el territorio, además de su conexión con estructuras similares en otros barrios. Una presencia mayoritaria de trabajadoras transnacionales con familias a cargo y en muchos casos monomarentales, un sector joven activista principalmente todavía en el período universitario, un nuevo tejido de alianzas feministas y de mujeres (desde Putas Indignadas a las Vilaretes) con muchas terminales en los colectivos de vivienda, algunos supervivientes de los procesos de remodelación urbanística, viejos activistas de luchas de hace veinte o treinta años y la red sobreviviente de los restos no institucionalizados del 15m eran los componentes de ese proceso. Sin entrar aquí en sus diferencias y por qué, es ahí donde nacen Raval Rebel y el Sindicat d’Habitatge del Raval, o el Sindicat d’Habitatge del Casc Antic y que consiguen, aunque no masivamente, recoger en sus asambleas una representatividad de la realidad compleja de los barrios que hacía tiempo no conseguía ninguna estructura activista.

Entre ese conjunto de luchas, de una u otra manera la salud colectiva frente a una situación de desamparo material —en relegación de sus infraestructuras básicas, en la destrucción de la vida en el espacio público, en la exhacerbación de la desigualdad, en la entrega de su geografía a la especulación—, se iba dibujando en otros procesos. El preludio de este período era precísamente el asesinato de Juan Andrés Benítez a manos de una patrulla de Mossos d’Esquadra en el Raval, que sintetizó, de alguna manera, lo que Ruth Gilmore ha llamado «la vulnerabilidad ante la muerte prematura diferenciada por grupos». Lo que en Juan Andrés se manifestó de una manera particularmente violenta y aparentemente circunstancial, en los números sobre esperanza de vida del Distrito resulta en una realidad estructural. La efectiva expropiación popular del Àgora Juan Andrés Benítez un año después de su asesinato, inauguraba un período en el que de diferentes maneras, la salud comunitaria en relación a las relaciones de clase y de espacio (vivir en el Raval como una condena a vivir menos y vivir peor) se manifestaban como un conflicto radical.

La violencia inmobiliaria tuvo una derivada totalmente imprevista en la crisis de los llamados «narcopisos». La sucesión interminable de transmisiones patrimoniales entre bancos y fondos, se tradujo en un período de abandono de buena parte del parque inmobiliario sobre todo del Raval y el Gòtic, aprovechado por las redes de narcotráfico para un proceso de expansión y ocupación control territorial: fincas donde se producía un tráfico continuo, pisos utilizados para consumo por las propias redes… mientra la responsabilidad de los propietarios de esos activos inmobiliarios se perdía en un enmarañado universo de transacciones. Con sus más y sus menos, este momento dio lugar a una experiencia de autoorganización vecinal difícilmente reducible a los marcos más tópicos. Organizado mediante asambleas de calle interconectadas en red, en las que se agrupaba un nivel de organización vecinal diversa en cuanto a origen, género, edad… seguramente será difícil que se repita esa multiplicidad de capas del barrio en un espacio autoorganizado. Respecto a su contenido, si bien una parte de esta red planteó un enfoque anclado estrictamente en «la seguridad», desde otros ámbitos la inteligencia colectiva supo hacer una lectura mucho más amplia: una clara denuncia de la especulación como el origen del problema, la defensa de recursos sanitarios para las personas consumidoras o una alianza con el movimiento de vivienda para okupar aquellos pisos donde la actividad narco había sido desalojada, supo diferenciar la exigencia de la actuación policial contra las redes de narcotráfico de una clara propuesta de relación entre derechos sociales y salud comunitaria. Es la raíz de donde posteriormente surgirá la Xarxa Veïnal del Raval.

Otro proceso inesperado que pondría, desde otra perspectiva, la salud comunitaria como un elemento transversal de ese momento, sería la lucha por el CAP Raval Nord frente a la ampliación del MACBA, generando otro nuevo terreno de alianzas tan inesperado como fructífero. Los movimientos del MACBA para desactivar la construcción del nuevo CAP en la vieja Capella de la Misericòrdia, el único espacio que por sus condiciones y su ubicación geográfica reunía las condiciones exigibles para la construcción de un equipamiento obsoleto desde hacía años, dio lugar a una lucha en la que conflicto urbano y de clase difícilmente podían sintetizarse mejor. En uno de los barrios con peor esperanza de vida de la ciudad, todos los mecanismos de poder de la burguesía y las industrias culturales, se movilizaron contra algo tan elemental como un ambulatorio. Frente a ello, una alianza entre trabajadoras sanitarias y activistas de barrio consiguió convertir la creatividad colectiva y la capacidad de resistencia y organización en el gran medio de acción y comunicación que consiguió frenar la recolonización del espacio.

No obstante, el período estaría muy marcado por estrechamiento que el marco institucional establecería sobre la autonomía de las luchas. La llamada apuesta municipalista dio lugar de manera automática a una confrontación partidista Comuns/CUP que distorsionaría la vida misma de los espacios de base, sometiéndolos a tensiones e intereses que ya no se situaban en sus propias necesidades sino en la esfera de las disputas partidistas. Si bien ese condicionante podría haberse evitado, probablemente fueron varios los factores de que acabara siendo un condicionante permanente: el hecho de que en las fases anteriores los partidos fueran un actor ajeno a los movimientos sociales de base y la falta de anticuerpos ante sus prácticas, la interesada confusión entre partidos y movimientos de la práctica totalidad de quienes habían pasado de la calle al partido o la institución, o la propia debilidad de los espacios de base para pensar y abordar ese escenario.

En ese período, las políticas «de cercanía» de los Comuns (con consellers a golpe de teléfono), han ido disminuyendo el margen de autonomía política de los espacios de disidencia, condicionándolos y llevándolos a terrenos de permanente negociación táctica. Eso no ha permitido establecer estrategias de oposición práctica en profundidad más allá de la denuncia y la impugnación. No muy distinto, aunque desde otro lugar, ha sido el papel de la CUP. Primero intentando extraer de los procesos de lucha social el combustible para sus particulares disputas institucionales y su confrontación con los Comuns. Después intentando hegemonizar toda forma de oposición y hostigando o ninguneando a cualquiera que no se plegara a sus líneas estratégicas (algo que hoy parecen replicar otros sujetos escindidos de su misma estructura, bajo el paraguas de Horitzó Socialista).

Por hacer un mínimo balance, el trabajo de los Comuns se ha limitado a paliar las consecuencias más visibles de algunos aspectos de la crisis social: mecanismos de mediación en los desahucios, distintos recursos de final de cañería, ayudas precarias, reducción la intensidad represiva en el caso de las trabajadoras sexuales (aunque no tanto sobre los manteros)… Todo ello sin ampliar espacios de derechos dentro de sus competencias, mostrando durante estas dos legislaturas los claros límites políticos de la institución y del propio proyecto de los Comuns. La contraparte de estos parches ha sido la transferencia de patrimonio inmobiliario público al sector privado, que tendrá efectos claramente estructurales: la destinación a intereses privados de grandes infraestructuras como el edificio de Correos, el hivernacle de la Ciutadella o una mordida más de la antigua lonja de pescadores, o el impulso de un evento como el de la Copa América, han resultado una avanzadilla de lo que está por venir.

En este período, las luchas han vuelto a tener en el centro los sujetos que habitan el territorio, pero no tanto el territorio como espacio de defensa y de lucha por la vida colectiva; los procesos organizativos han estado más mediados y condicionados por la órbita institucional, pero ha surgido una red de alianzas y un conjunto de experiencias que deberían ser la base de una acción potencialmente más amplia

Volver a empezar

En estos momentos Ciutat Vella es un ejemplo paradigmático de la relación entre la economía extractiva sobre un territorio y su empobrecimiento. Solo por dar algunos datos, con el 6,5% de los residentes de la ciudad concentra el 30% de los hoteles y el 25% de los apartamentos turísticos, pero es a la vez el Distrito con la esperanza de vida, el nivel de renta y los salarios más bajos de los diez distritos de la ciudad. Por tanto, un territorio explotado con una población sobreexplotada y empobrecida en su inmensa mayoría.

Por otra parte, las características principales de esa población es la de vivir o con los derechos disminuidos o directamente sin derechos. Tanto si hablamos de las poblaciones supervivientes de los sucesivos procesos de remodelación y expulsión, como de la diáspora migrante arraigada en el Distrito, quizás hay un par de datos que sintetizan claras zonas comunes:

El nivel de pobreza salarial, que en 2018 afectaba a un 22% de las personas contratadas por cuenta ajena (mientras la media de Barcelona era un 14%), pasó en 2021 a un 27,7% (frente a una media del 15% en Barcelona) llegando a alcanzar durante el período de la COVID un 38%.3 Si pensamos que buena parte de la pobreza salarial puede andar alternando contratos basura con trabajos basura sin contrato, esto puede acercarnos a cuánto puede ser el «trabajo asalariado sumergido». Considerar que alrededor de 1 de cada 3 de las personas asalariadas de Ciutat Vella trabajan o subsisten sin derechos o subsisten sin derechos o con derechos disminuidos al extremo, podría ser una estimación incluso modesta.

El 65% de la población de Ciutat Vella vive en régimen de alquiler, la renta media mensual por hogar es de 1737 € y la media del alquiler en el Distrito a finales de 2023 era de 1014 €, un 58% de los ingresos medios mensuales de la población. Considerando que buena parte de la población no solo está por debajo de la media sino que difícilmente alcanza los 1000 € mensuales, la pregunta es como no se ha producido ese proceso de expulsión tan querido. Si bajamos más a fondo, y consideramos que la media de ingresos salariales de las mujeres en Barcelona es de 6400 menos al año que un hombre, extrapolando eso sobre todo a las trabajadoras transnacionales el pozo puede ser más hondo todavía.

En este contexto, hay una realidad subyacente de la que apenas se habla: unas 23700 personas de entre 15 y 30 años (un 22% de la población del Distrito). De ellas, buena parte son hijas de la diáspora migrante; nacidas, crecidas y socializadas en Ciutat Vella, pero tratadas institucional, mediática y a menudo también socialmente como extranjeras. Ese conjunto incluye: chavalería que está a punto de finalizar el ciclo de estudios obligatorios, que ya los ha acabado y que se ha incorporado al mercado laboral, o que ha accedido a los estudios universitarios pero que probablemente se enfrentará a la misma precariedad social y laboral que quienes no lo han hecho. No es descabellado pensar que esa población, que más allá de los méritos académicos que individualmente haya conseguido tejer, ha crecido en la precariedad y se enfrenta a un conjunto de esferas de exclusión, va a ser un elemento determinante en la evolución del Distrito en los próximos años.

En este contexto, el nuevo aterrizaje del PSC al frente del Gobierno municipal, se ha planteado como un nuevo impulso a los dos aspectos que desde 1992 marcan la vida de los barrios de Ciutat Vella: 1) el intento de abrir un nuevo ciclo de aceleración turística y de transferencia de recursos al sector privado y 2) otro intento más de expulsión de población por la propia presión económica o por las políticas de asedio en el espacio público. El llamado Pacte per Ciutat Vella, planteado como la gran bandera programática del nuevo Gobierno con Albert Batlle al frente del Distrito, recupera esencialmente el que fue su programa no aplicado de 2011:

Crear una agencia al estilo de lo que fueron PROCIVESA y FOCIVESA, que fueron agentes de expulsión vecinal entre 1988 y 2008 (fecha en la que se disuelve FOCIVESA y se convierte en la actual Foment de Ciutat)

Impulsar un «nou pla estratègic de transformació social, urbana i econòmica», que en la práctica significa iniciar un nuevo proceso de políticas en favor del mercado.

Crear un nuevo consenso, a través de una mesa que incluya desde entidades sociales hasta empresas, que justifique las nuevas estrategias de explotación económica del territorio y de expulsión social

Esta proyección se produce además en un contexto político muy particular:

Una clara mayoría neoliberal en cuanto al proyecto de ciudad, en el que coinciden PSC, Junts, PP y en algunos aspectos incluso Vox, que sería un firme partidario de cuestiones como el endurecimiento de la ordenanza cívica, de ciertos aspectos relacionados con los derechos sociales (negación de ayudas, alternativas habitacionales, empadronamientos,…), o acciones como la supresión de los mercadillos de economía informal.

La autoinactivación de los Comuns como oposición, en tanto que su única voluntad es ocupar cuotas de gobierno. Eso devolvería, con ciertos matices, el contexto institucional a la lógica de las décadas 1980, 1990 y 2000: políticas neoliberales bajo el liderazgo del PSC con una izquierda colaboracionista formando parte del aparato de gobierno.

La renovación de lo que nunca se ha ido: la asociación Ayuntamiento/poder económico, para la explotación mayor todavía del territorio. Eso ya se ha materializado en el Consell Assessor d’Infraestructures: presidido por el convergent Santi Vila y con gente como Andreu Mas Colell (el conseller de los recortes con Artur Mas), Àngel Simón (Agbar), Salvador Alemany (Saba Infraestructures) o Maria Teresa Garcia-Milà (Repsol). Casi una antesala de lo que podría ser la futura Agencia Ciutat Vella y una materialización de ese consenso PSC/Junts en cuanto al proyecto de ciudad.

Eso ocurre, además, en un momento en el que, como explicábamos con anterioridad, las dos corrientes principales de los procesos de lucha de los últimos años, la constitución de las asambleas y sindicatos de vivienda y el más disminuido movimiento antituristización, hoy se encuentran más bien en una situación de impáss o retroceso. La cuestión es, visto tanto el panorama social del barrio (del que apenas hemos dado unas pinceladas), cuáles son tanto las necesidades para captar el conflicto e intentar organizarse desde esa realidad.

Se trata de hacer valer toda la experiencia de lucha y organización que hemos acumulado hasta ahora, pero igualmente no anclarse en ella. Seguramente se necesitan construir espacios menos magnetizados tanto por la órbita institucional como por la órbita de los partidos; volviendo a situar cuál es el verdadero papel de la institución como actor directo de las lógicas de expulsión y explotación y no como un ficticio agente mediador; pensar los mecanismos para volver a ampliar el círculo de reciprocidades, penetrar en las realidades de los barrios y de convertirlas en un tejido organizado más extenso que el actual.

Miguel Martín (militante de barrio en el Raval)

1Joan Anton Rodríguez: «Un 30% dels beneficiaris de la PIRMI del Raval Nord han perdut la prestació», Masala, 10/09/2012, https://lc.cx/8B1Wth

2https://ajuntament.barcelona.cat/estadistica/catala/Estadistiques_per_temes/Turisme_i_promocio_economica/Turisme/Cens_allotjament_turistic/t2.htm

3https://ajuntament.barcelona.cat/estadistica/catala/Estadistiques_per_temes/Societat_i_condicions_de_vida/Condicions_de_vida/Pobresa_salarial/t10.htm

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