Texto íntegro del pregón traducido del catalán:
‘Un nosotros sin nombre, hecho de todos nuestros nombres’
Amigos, amigas, ‘our guests from Iceland’, barceloneses residentes, barcelonesas de paso, recién llegados, migrantes con papeles y sin papeles, jóvenes y no tan jóvenes de Barcelona que os habéis ido; trabajadores públicos que hacéis funcionar esta casa, seáis políticos, funcionarios, becarios o precarios; gente estimada, parientes, amigos y conocidos y, sobre todo, todos los que no me conocéis ni sabéis por qué estoy haciendo el pregón de la Mercè, buena fiesta mayor.
Causa impresión estar aquí, en el Saló de Cent, para tomar la palabra y dirigirme a mi ciudad. Si no recuerdo mal, la última y única vez que he estado aquí fue, hace muchos años, por una boda. No era yo quien me casaba, sino unos amigos, y estaba en los bancos donde ahora estáis algunos de vosotros, admirando el decorado. Ahora no lo podré mirar mucho, si no quiero perder el hilo. Vuelvo al mismo lugar, bajo el signo de la fiesta, para celebrar también esta vez, el momento de juntar nuestras vidas, el deseo de estar juntos. En este caso, ya no el deseo íntimo de dos personas que se estiman, sino el del conjunto de los habitantes de esta ciudad de encontrarse en torno a la música y el fuego, el baile y la palabra, de las tradiciones populares, de las artes y de todas aquellas celebraciones que están por inventar.
Tomar la palabra, en estos momentos, no es fácil. Primero, cuando acepté hacer el pregón, me temía una lluvia de insultos. A mí no me dan miedo, pero me entristecen y hacen más pobre la vida colectiva.
Ahora, lo que nos encontramos es que se prohíbe, se reprime y se criminaliza la expresión pública de la palabra. Vivimos una situación de excepcionalidad institucional y política precisamente como consecuencia de esta prohibición de expresarnos libremente en un referéndum. Si he dicho que sí al reto poco cómodo de hacer este pregón es, precisamente, porque, incluso en un momento como este, confío en la palabra libre. La palabra libre no es decir cualquier cosa, sino poder dirigirnos la palabra y compartirla contra toda forma de dominio y de coacción. Esta palabra libre es, para mí, el corazón de la filosofía, el que le da sentido dentro y fuera de las aulas. Pero la palabra libre es también la condición fundamental de la vida colectiva en todas sus dimensiones: cultural, ética, política y, también, festiva. Estos días, mientras escribía y reescribía este pregón, he estado recibiendo muestras de apoyo, como si fuese a la guerra. Tomar la palabra puede ser una lucha, pero no es ir a la guerra. La palabra libre siempre es una fiesta, aunque se tenga que luchar para conseguirla. Y hoy, a pesar de todo, estamos de fiesta.
En los pueblos pequeños y en los barrios, las fiestas mayores marcan el calendario cíclico del reencuentro público. Si la Navidad es el momento del reencuentro privado, de «volver a casa», como decía el anuncio, las fiestas mayores en nuestra cultura son el momento de volver a la plaza y en las calles para poner al día nuestras vidas y saber qué se ha hecho de cada uno de nosotros. Yo lo viví en Selva de Mar, el pueblo de mi infancia y primera juventud. Cuando llega la fiesta mayor, a primeros de agosto, vuelven al pueblo quienes habían marchado, se siente con más fuerza la ausencia de los muertos, se celebran los primeros pasos de los más pequeños, cuando ya pueden bailar en primera fila del escenario, se reencuentran antiguos amores, se siente envidia de los jóvenes que salen a bailar y a festejar, y se acompaña la tristeza de los viejos y enfermos cuando se pierden, por falta de fuerzas, su primer baile. También es el momento en que se hacen evidentes los divorcios y cambios de pareja, las peleas personales y los conflictos políticos, los disgustos, las soledades y los mundos rotos. Siempre sabemos que hay alguien que, por alguna razón, no volverá. Pero incluso las ausencias cuentan. Este año, para nosotros en Barcelona, es un año de ausencias especialmente dolorosas.
En las ciudades grandes, las fiestas mayores se han convertido en grandes festivales, en acontecimientos de masas en que cada vez es más difícil encontrarnos. Quedas con los amigos, y seguro que a al cabo de un rato ya los has perdido entre la multitud. El consumo y el ocio cultural dominan la fiesta y disuelven el reencuentro. A pesar de ello, siento que este año, las Fiestas de la Merced tendrán un carácter diferente, un regusto dulce y amargo que no sentíamos desde hace muchos años, décadas quizás, en que esta ciudad había llegado a olvidar el terrorismo y la guerra. Este año habíamos recordado con dolor los 30 años de Hipercor, como si fuera un pasado lejano. Pero estos días, la violencia global ha irrumpido en Barcelona. Durante estas fiestas de la Mercè, todos llevaremos en nosotros una ausencia igualmente dolorosa: la de las personas que no volverán nunca más a Barcelona ni a sus fiestas, no porque no quieran, sino porque el 17 de agosto perdieron la vida a la Rambla, en la Diagonal y en el paseo de Cambrils. Y junto con ellos, también, la de unos jóvenes de Ripoll que tampoco estarán y sobre los cuales siempre tendremos la duda de si realmente querían morir matando, como hicieron. Por todos ellos y por todos quienes han quedado heridos por siempre jamás con sus muertes, y también por todos quienes mueren debido a la violencia cada día más allá de nuestras malditas fronteras, hagamos de esta Mercè un reencuentro con la ciudad, con sus calles y plazas y sobre todo un reencuentro entre nosotros. Mirándonos a los ojos no sólo para emocionarnos un momento, sino para romper la indiferencia que normalmente nos separa y la hostilidad que cada vez más a menudo nos enfrenta.
Con cada vida segada, con cada pilón de hormigón, con cada control policial, la ciudad es menos ciudad. Porque, precisamente, ¿de que está hecha una ciudad? Del ir y venir libre de la gente. Cuando decimos «ciudad» pensamos en su trama urbana, en sus edificios y monumentos, en sus equipamientos, en su skyline, en su marca… Pero ninguna de estas cosas no es nada, sin la gente que va y viene, que llega y que se va, que arraiga y que vuela de manera anónima y siempre nueva. ¿Qué es una ciudad? Un lugar donde se puede llegar y reiniciar la vida entre desconocidos. Una ciudad no es, pues, una mercancía ni un espacio de consumo, ni una empresa ni una marca. De Barcelona, se ha hecho precisamente esto: un producto, una mercancía y una marca. Algunos incluso se enorgullecen, y se enriquecen. Pero dejémoslo claro de entrada: Barcelona no es su marca. La marca Barcelona ni nos hace mejores ni nos representa. Hace muchos años que lo denunciamos quienes desde muchos colectivos de la ciudad nos hemos organizado y hemos resistido a la marca Barcelona. La marca expropia y saca rendimiento de los espacios de vida, físicos y simbólicos, urbanos y afectivos. La marca convierte la ciudad en un espacio para la circulación (de bienes, de capitales y de personas) donde cada vez se hace más difícil y más caro poder llegar, arraigar y construir una vida.
Si yo estoy aquí hoy, compartiendo la palabra con todas las personas con quienes convivo, es porque mis antepasados, por diferentes caminos, pudieron llegar a Barcelona buscando una vida vivible. Desde Sigüenza, desde Tremp, desde el Alt Empordà, desde Portugal, desde Badalona, los caminos de alguna gente que no se buscaba ni sabían nada la una de la otra se cruzaron en Barcelona.
Si yo estoy aquí hoy, con vosotros, es porque mis abuelos no sólo habían podido llegar, sino que en un determinado momento quisieron volver desde sus respectivos exilios después de la guerra, para seguir defendiendo, con el miedo de los vencidos, sus ideas, sus formas de vida y su lengua. Mi abuela materna, de 98 años, está aquí con nosotros. El presente lo olvida tan rápidamente como llega, pero no deja de recordar nunca el último tren que salió de París cuando entraban los alemanes y con el qué ella volvió del exilio, embarazada de su primer hijo.
Si yo estoy aquí, y me emociona estar ahora hablando entre estas paredes, es también porque tanto mi madre como mi padre, los dos, hicieron de sus profesiones un compromiso con Barcelona. Me enseñaron que hay una manera honesta de hacer ciudad. Si algo he aprendido de mis padres es la honestidad. La honestidad y el pensamiento independiente, que son inseparables. Mi madre, que murió ahora hace quince años, trabajaba aquí, en el Ayuntamiento, haciendo de enlace entre Barcelona y el América Latina rebelde que tanto estimaba. Hizo del municipalismo una apuesta personal y aprendí, con ella, que no era de ningún partido político, que el municipalismo no es ganar elecciones y gestionar un ayuntamiento, sino tejer relaciones frente a frente, ciudad a ciudad, horizontalmente y desde el compromiso. Mi padre, que hoy también está aquí, me ha enseñado que hay una manera de hacer arquitectura que no engaña ni juega al artificio, que no impone su capricho emblemático y mercantilista, una arquitectura, sea popular o culta, antigua o nueva, que sabe escuchar lo mejor que la ciudad ha ido recibiendo del paso de los años y del paso de la gente. De los dos he aprendido, pues, que una ciudad no es el juguete ni el proyecto de sus políticos ni de sus empresarios, de sus gestores ni de sus visionarios, sino el tejido delicado de muchas manos, de muchas vidas y de mucha gente que no necesita estar en primera fila ni entrar en la batalla por el poder. En esta ciudad es en la que me siento fiel y a la cual vuelvo cada semana desde hace muchos años.
Porque si yo estoy aquí, finalmente, es porque cada semana vuelvo de la ciudad donde trabajo y doy clase, que es Zaragoza. Desde hace catorce años, con alguna interrupción para criar a mis hijos, soy profesora en la Universidad de Zaragoza. Por lo tanto, vivo pero no trabajo en Barcelona. Vivo, pero no trabajo en Cataluña. Soy una barcelonesa que se gana la vida en Aragón, siguiendo el camino inverso, río arriba, de tantos aragoneses. El tapón generacional, los recortes y los cambios en el sistema universitario me trajeron a buscar una opción laboral más digna lejos de aquí. Pero no me he querido trasladar nunca, tener casa ni habitación propia lejos de aquí. Voy y vengo, primero en autobús, ahora en AVE y hago noche en hoteles. Mi casa está aquí y a menudo me pregunto por qué, sobre todo cuando se hace tarde a la vuelta y la noche me pesa.
¿Por qué vuelvo? ¿Por qué sigo volviendo? Yo no he estado nunca enamorada de Barcelona, como nos intentaron vender hace algunos años a los barceloneses. No me he creído nunca esta autocomplacencia de los ciudadanos enamorados de su ciudad y, por lo tanto, de ellos mismos, un sentimiento que en Barcelona se ha convertido en marketing, diseño e ideología. ¿Qué me vincula, pues, de manera tan fuerte a esta ciudad? Es de esto que os quiero hablar. Quizás porque no lo tengo claro y preparar este pregón me ha ayudado a pensarlo. Y creo que compartirlo nos ayudará a pensar, quizás, qué hacemos aquí cada cual de nosotros, qué nos vincula y que nos compromete con los otros.
Hay muchas Barcelonas, pero la Barcelona a la cual me gusta volver es, en primer lugar, una ciudad a la cual no le gusta el poder. Ni la exhibición de poder, ni el abuso de poder, ni la proximidad con el poder.
Una ciudad que sabe que la mejor soberanía es estar lejos de los que mandan: reyes, emperadores, potentados, financieros, amos, patrones… Cuanto más lejos, mejor. «Que se vayan todos», como decían en Argentina durante la crisis del 2001. La Barcelona que me gusta es una princesa que no quiere rey ni marido. Una mujer libre, como lo quisieron ser las mujeres libres, las mujeres anarquistas de los años treinta.
En Barcelona, en general, no nos gusta que nos manden, ni los de fuera ni los de aquí. Es una virtud muy catalana que pase lo que pase no tenemos que perder nunca. Porque no nos gusta que nos manden, tenemos tendencia a reaccionar con contundencia a los abusos de poder, cómo hemos visto esta última semana. A escala global, hay que recordar la importancia que han tenido en Barcelona el Movimiento contra la Guerra, el Movimiento Antiglobalización o las recientes protestas de “Queremos Acoger” contra el cierre de fronteras a los refugiados. A escala local, la larga lucha contra la especulación inmobiliaria y la precariedad económica hace décadas que opone resistencia y abre espacios de vida a la ciudad.
Desde el mismo espíritu antiautoritario, Barcelona también ha hecho de sus calles el lugar de encuentro de toda la Cataluña que, independentista o no, se insubordina y se organiza contra la prohibición de poder ejercer el derecho de los catalanes a la autodeterminación. Yo tengo alergia a cualquier nacionalismo, propio o de los otros. Trabajo en una ciudad española y la gente de esta península (ni de en ninguna parte) no serán nunca mis enemigos. Siempre he pensado que el mapa de los estados, todos, con sus colores y líneas rectas, nos engaña. Sus colores amables son el resultado de una geografía de guerra. No hay estado que no exista sin una frontera y un ejército. A mí me gustan más los mapas geográficos, donde vemos la forma real de los valles, las montañas y los ríos, que no se paran en ninguna frontera. Cómo estoy explicando hoy, creo en un mundo común, hecho del ir y venir libre de la gente. Pero ante un estado que convierte una pregunta legítima en una acción ilegal, ahora mismo sólo queda espacio para una respuesta colectiva contundente que transforme, de raíz y sin complejos, este estado. Desde aquí quiero hacer una especial mención a los detenidos e imputados y a los estudiantes, estibadores y gente que sigue concentrada a estas alturas en la calle. No se trata, sólo, de poder votar. Se trata de poder decírnoslo todo, para poder cuestionar radicalmente las bases y las condiciones de nuestra convivencia, no sólo nacional sino también política y social. La Barcelona que me gusta es la que no tiene miedo de los grandes cambios y que por eso mismo tampoco acepta planes ya escritos para hacerlos.
La Barcelona a la cual me gusta volver es, en segundo lugar, una ciudad donde hay un sentido de la vida en común. En Barcelona de todo se hace negocio, somos tenderos y comerciantes, pero estoy convencida que en Barcelona la privatización de la vida todavía tiene un límite. Encuentra resistencia. Actualmente lo estamos viendo en la resistencia de los barrios en los efectos del turismo masivo. No es turismofobia, como se ha dicho. Es resistencia al capitalismo salvaje y a sus efectos devastadores. Y yo tengo que decir, contra todos los intentos de culpabilización y de criminalización, que estoy orgullosa, de estas resistencias. Cuando empezó la crisis y empezaron a marchar los jóvenes de todo España, recuerdo que circuló una carta de una chica de Madrid que decía «Yo quiero vivir aquí». Lo tenemos que seguir diciendo: ante la expulsión aparentemente inevitable de tanta gente que ya no se puede pagar la vida en Barcelona, queremos vivir aquí y la única manera de hacerlo es luchar juntos. «Juntas podemos», como decía la gran pancarta que colgó del Banco Okupado de la plaza Cataluña.
Vivir juntos no quiere decir vivir a la defensiva ni sólo entre nosotros, como si fuéramos el pueblo de Asterix. Todo Europa está ahora atrincherada y a la defensiva, y Barcelona no puede caer en esta trampa. Tampoco ahora, con el argumento de la seguridad contra el terrorismo. Cómo decía antes, una ciudad está hecha del ir y venir libre de la gente. De hecho, el nosotros barcelonés es una ficción construida a partir de todos los pueblos, acentos y paisajes que traemos con nosotros quienes vivimos aquí. Hay ciudades de un solo paisaje y de una sola lengua. Barcelona, en cambio, es de mar y de montaña, tiene cerca las playas y los cascadas, es seca y húmeda, es urbana y de pueblo, cosmopolita y provinciana. Barcelona habla catalán y castellano en todos sus acentos posibles, y cada vez más lenguas que, despacio, tenemos que ir aprendiendo a recibir y escuchar. He visto a mis hijos aprender a hablar y a respirar en esta diversidad fonética, de tonos y de expresiones. Os aseguro que es lo más rico que tenemos.
Decía que hay muchas Barcelonas, pero la Barcelona a la cual me gusta volver es, finalmente, una ciudad donde hay vida política fuera de los partidos políticos. En Barcelona, históricamente, hay una cultura y unas formas de organización colectivas que no pasan por el sistema de partidos ni dependen de ellos. Quienes me han invitado a hacer el pregón saben muy bien que no me gustan los partidos políticos. Creo en el sistema público, pero no en el sistema de partidos. Creo en la política pero no en la acción táctica ni el politiqueo. Nos queda mucho para hacer y para imaginar todavía, si lo que queremos es transformar la política. Por si algún periodista que le toque trabajar hoy todavía lo duda y está haciendo investigación para tener una exclusiva mañana, no estoy en ningún partido político, ni orgánicamente ni en su sombra. Si quisiera estar, lo haría abiertamente. Conozco gente, en quien confío, que están en las nuevas formaciones políticas y en la CUP, porque hace muchos años que compartimos luchas en los movimientos sociales. Llevando más allá la frase más importante del 15M, podríamos decir que «a mí ni mis amigos no me representan».
Mi nosotros, aquel que creo que en Barcelona tiene una potencia política especial, es un nosotros sin nombre hecho de todos nuestros nombres, autoorganizado, que actúa en muchos ámbitos de la vida social (barrios, escuelas, entidades sociales, ateneos, grupos de afinidad, asambleas, cooperativas, etc.) y que sólo de vez en cuando aparece a la luz pública para hacer grandes movilizaciones. Parece que no esté y siempre está. Es concreto pero anónimo. No hago romanticismo espontaneista. Hablo del más real: del compromiso diario de mucha gente, sin la cual no habría ni sociedad civil ni democracia, las dos grandes palabras fetiche que le gusta invocar al poder para no quedarse demasiado solo ni demasiado desnudado. Desde este punto de vista, Barcelona, en continuidad con el resto de Cataluña, es un chup-chup de gente que actúa al margen del poder, o atravesándolo. Lo que digo puede sonar ingenuo, pero os aseguro que no lo es nada. Sin esta politización de la vida cotidiana, no hay ciudad ni país.
Mucha gente de mi generación descubrimos esta Barcelona, la del nosotros sin nombre hecho de todos nuestros nombres, ahora hace veintiún años, el 28 de octubre de 1996, durante el desalojo del Cine Princesa. Aquel día, para muchos de nosotros, la ciudad olímpica, sus relatos de éxito y los silencios, negocios y torturas sobre los cuales se había construido, se agrietaron y aparecieron otras presencias y otras maneras de hacer ciudad. Muchos no habíamos puesto nunca los pies en una casa okupada, otros sí. Pero el llamamiento de aquel anochecer en la Vía Laietana funcionó como un catalizador de mundos que se encontraron y actuaron, hasta hoy. Esta es la Barcelona a la cual me gusta volver, este es el calendario que hoy quiero recordar.
Esta ciudad a la cual no gusta el poder, que tiene un sentido de la vida en común y que sabe organizarse políticamente sin depender de los partidos es la ciudad a la cual me gusta volver, que me vincula y me compromete. Donde encuentro un nosotros que me amplía los horizontes y una vida que no es sólo una vida privada. Cuando vuelvo, llego a una casa que no es sólo casa mía ni de los míos.
Me gustaría poder decir que esta ciudad a la cual vuelvo es una ciudad donde la cultura es el verdadero medio, el ecosistema vivo donde se desarrolla y se impulsa la vida colectiva, pero no lo puedo decir porque siento que no es así.
En Barcelona, como tantas otras ciudades del mundo, lo que llamamos cultura se ha convertido en un producto festivalizado, vinculado al consumo y al turismo. Pero la cultura es otra cosa, es la posibilidad de relacionar, con sentido, los saberes y la vida, el que sabemos y el que queremos. No nos hace falta ser un Manhattan mediterráneo ni encontrar, en un parque temático, todas las culturas del mundo, como pretendió el Foro Universal de las Culturas en 2004. Si queremos ser una ciudad de cultura, es mucho más importante que la educación funcione y abra caminos no sólo para entrar al mercado laboral sino para aprender, juntos, a vivir. La cultura es precisamente esto: aprender juntas a vivir.
Me gustaría poder decir que esta ciudad a la cual vuelvo es una ciudad donde la igualdad es la base de la libertad y tampoco puedo decirlo, porque cada día es más evidente que no es así. La desigualdad crece a una velocidad que da miedo, y la exclusión y la violencia arraigan y se normalizan en nuestros barrios. Han cambiado muchas cosas. La gente que sufre, hoy, tiene muchos rostros, historias muy diversas y muchos colores de piel. Los hay que llegan de la guerra, bélica, de género, política o ambiental. Los hay que descubren o reencuentran la pobreza después de una generación de vivir bien. Nuestra nueva pobreza convive con la miseria global. La pobreza y la miseria no tienen fronteras, por mucho que Europa y sus políticas migratorias piensen que sí. Las ciudades no pueden resolverlo todo, pero grandes o pequeñas son el lugar donde todos los problemas se visibilizan y se encuentran. Estos problemas no son el obstáculo ni el daño colateral de nuestro éxito global. Son nuestra realidad compartida y así nos tenemos que hacer cargo.
Me gustaría poder decir, también, que Barcelona es una ciudad que sabe qué quiere ser, que tiene una idea de sí misma por alocada que sea, y me parece que tampoco es así. Hemos pasado, en pocos años, de ser una ciudad postindustrial medio abandonada a ser un escaparate global del consumo turístico. Sabemos que no queremos acabar como Venecia, pero ¿qué queremos ser? En un momento dado teníamos que ser el epicentro de una región metropolitana, mediterránea y sur-europea que atravesaba y desbordaba los estados. Ahora se plantea el reto de ser la capital de una república catalana que aún no ha nacido y que a estas alturas no sabemos con qué forma y complicidades lo hará. Puestos a imaginar, yo me la imagino como una república junto con el conjunto de las repúblicas ibéricas, libres de estado.
Los cambios que ha vivido Barcelona en poco tiempo son inmensos. Si miramos atrás veremos pasar una película a cámara rápida, llena de aciertos y de desaciertos. Pero si miramos adelante, ¿qué vemos? Os lo pregunto a cada uno de vosotros. No os pregunto qué pasará con las principales noticias que dictan ahora mismo la actualidad, no lo podemos saber. Os pregunto cómo os imagináis que viviréis, que viviremos cada cual de nosotros y con los otros, en un futuro no muy lejano. ¿Os imagináis haciendo el mismo que hacíais? ¿Podréis pagar el piso donde vivís? ¿Iréis con el mismo coche o ya habremos dejado, por fin, el coche particular? ¿Qerréis del mismo modo? ¿Cómo educaréis vuestros hijos, si tenéis? ¿Seguiréis viviendo aquí? Yo espero seguir volviendo, pero tengo que decir que me cuesta imaginar la vida que podemos hacer juntos. El presente que estamos viviendo es tenso y difícil. En todas partes. El futuro del mundo es oscuro ahora mismo. Pero la vida se ilumina cada día si aprendemos a imaginar. Imaginar no es hacer ir la fantasía de cualquier manera, sino generar ideas y sensaciones que abren el mapa del que es posible. ¿Cómo podemos reaprender, hoy, a imaginar juntos la ciudad y, por lo tanto, el mundo que queremos?
Cómo decía antes, he aprendido de mis padres, y también de muchos amigos y compañeros que han venido después, a no confiar en los visionarios, ni en los planificadores, ni en las tácticas del sistema de partidos, ni en los vendedores de ideas de corto vuelo. Y de la filosofía (que he hablado poco en este pregón porque ya es de lo que hablo siempre) he aprendido a confiar en una posibilidad que tenemos todos: la posibilidad de pensar radicalmente cómo queremos vivir. De poderlo pensar, de verdad, al menos una vez. Sólo hay que hacerse una pregunta: de todo lo que tenemos, vivimos, deseamos…, ¿qué nos importa realmente? Es una pregunta que nos lleva a buscar lo esencial. No las esencias, sino lo verdaderamente importante. Es una pregunta terapéutica y revolucionaria que borra, de un golpe, muchos dolores de cabeza, muchas trampas, muchas excusas y muchas complicaciones, íntimas y colectivas. Es el primer paso hacia una imaginación realmente libre. Las buenas soluciones, como saben los artesanos, siempre son las más simples. Haceos esta pregunta ahora mismo, por un momento, o mañana, otra vez. Hacéosla durante las fiestas, mientras bailáis y quedáis con vuestros amigos y los perdéis entre la multitud. Hacéosla también en los difíciles días que vendrán. De todo lo que vivo, ¿qué es el que realmente me importa? Haceos la pregunta y no sólo os encontraréis en vosotros mismos, reencontraréis la ciudad, porque reencontraréis a los otros. La ciudad donde queréis vivir, el mundo donde queremos estar juntas y celebrar, año tras año, que nos podemos reencontrar. Quizás el presente está nublado, pero como me enseñó a decir hace poco un menorquín: ¡a más mar, más vela!
Hoy empieza el otoño. Hoy empiezan las Fiestas de la Mercè. Hoy dicen que hay menos coches en la ciudad. Y cada día vuelven a empezar nuestras vidas, mientras nada lo impida. Con los que están y con los que no, con los que este año han vuelto, con los que desean hacerlo y con quienes ya no lo podrán hacerlo nunca más.
Tened todos y todas, ahora sí, una buena Mercè