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La única vez que vi en mi vida al “Checo Valdez” fue en la calle de la Cera, a unos metros del Lokal. El estaba llegando de visita y nos cruzamos por casualidad. Iba con Iñaki, que enseguida me gritó sonriendo ¡Mira Ana, el Checo Valdez! Yo no me lo pensé, grité también de alegría y me le tiré a los brazos, le di un abrazo fuerte y de cuerpo entero y supongo que le estamparía unos cuantos besos en la cara. Luego seguimos cada uno nuestro rumbo y no asistí, creo a ninguna de las actividades que generó su visita. Por los ritmos esos y la intensidades vitales otras. Recuerdo, sí, que dejé a un señor mexicano y un poco mayor, o sea él, pasmado en medio de la calle, mientras yo corría hacia no sé dónde. Seguro que después comprendió, porque Checo es un gran comprendedor, sino, no habría hecho todo lo que hizo. Mis razones estaban claras, tanto para mi como para sus acompañantes de Lokal. Lo que nos había regalado era tan inmenso, que queda ridículo intentar describirlo con palabras.

Recuerdo. La reunión de urgencia del Colectivo de Apoyo a la Revolución Zapatista cuando llegaron de México las personas que habían expulsado, con las fotos del mural borrado. La historia de la pinta del mural, la propuesta de reproducirlo por doquier. Bueno, la pintora era yo, pues a mi me tocaría, ¿no? Y hablamos, bastante pero tampoco tanto. Las ideas estaban claras: si el mural se había pintado colectivamente, la reproducción debía  ser colectiva. Pero también exacta, porque se trataba de una oportunidad enorme: esas personas habían decidido entre todas lo que era su vida y sus sueños y lo habían plasmado en un muro, entre todas, y después de mucho pensarlo. Reproducirlo con exactitud no sólo suponía un acto político, también era una manera de dejar que esas vidas y esos sueños penetraran en nosotras a través de la punta del pincel, de la preparación de los colores, de todo el proceso. La primera reproducción se hizo en la Casa de la Solidaridad, donde había una pared y una generosidad suficientemente grande como para hacerlo. Buscamos una tela de un tamaño proporcional, dos por diez metros resultó ser el número mágico que después se mantuvo en las muchas otras reproducciones y que, a la vez, era enroscable y transportable.

Encontramos fácilmente personas que sabían dibujar y se prestaron a participar en el dibujo de la reproducción. Nos juntamos unos diez (uno por metro), cuadriculamos tela y fotos y en una tarde aquello estuvo listo para colorear. En la pinta participó quien quiso, lo que requería una organización extrema, un equipazo de bastantes personas que con paciencia enseñaban a los que se acercaban como se deben tratar y limpiar los pinceles, aplicar la pintura para que no haga chorretones, hacer los colores, velar por que nadie se fuera de madre, reparar si era preciso. Y repartir muchas copias del mural para que cada una viera como tenía que ser.

Después fue como una fiebre, eso de reproducir murales de Taniperla. No soy capaz de recordar cuantos hicimos, pero fueron un montón. Sí recuerdo con precisión las sensaciones, grandes, muchas. Efectivamente, la vida y los sueños de la gente de Taniperla se transmitían, comprendían con precisión al reproducir el mural. Pasaban siempre alrededor del proceso cosas increíbles, mágicas, todo era un baile divertido, todo estaba en su sitio. Luego no nos conformamos con el mural de Taniperla, y pintamos unos cuantos más. Del mismo modo. Decidiendo en colectivo lo que pintábamos y como lo hacíamos. Cada cual con su destreza. Ni los coordiné yo todos, de hecho, ni el primero, porque el primer truco era ese: Cada cual con su destreza. Creo que el último que hicimos, o por lo menos, el que más ha sobrevivido, ha sido el Gernika que todavía paseó hace unos meses en una de las manifestaciones contra el genocidio en Palestina.

Hay algo, que dice el hermano de Checo, Ricardo, en el artículo de La Jornada, algo que me parece clave sobre la importancia de la obra: “radica en que daba a entender a personas externas que la población estaba organizada. Los militares vieron esto como señal de que en las comunidades donde se reproducían más y más murales sus pobladores estaban más organizados con conciencia; ya no entraban tan fácilmente. En la medida en que todos participaban se comunicaban entre sí y se unificaban criterios para enfrentar futuras situaciones”. Y sí, más organización y más conciencia es lo que nos regaló también a nosotras el proceso de pintura de murales colectivos. La que lo probó lo sabe.

Al Checo lo encarcelaron cuando se destruyó el mural y se puso a pintar murales con los presos. En 2005, años más tarde y ya fuera de la cárcel, regresó al municipio Ricardo Flores Magón y para participar su restitución. Fundó una escuela de pintura colectiva y ha muerto escribiendo sobre ello y con el foco en Taniperla. A todas las que hemos participado en un proceso de este tipo nos ha marcado, nos ha hecho entender muchas cosas. El Lokal se cayó en la marmita del mural, y mira.

No le diré a Checo, aquel señor que pasmé con mi apapacho, que descanse en paz. Aunque jamás hayamos cruzado más que ese apapacho sé que soltaría una carcajada. Y sé que haya lo que haya después de la muerte, incluso en esa más que probable nada, el ya está organizando una pinta colectiva.

Ana

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