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Nada más misterioso que el destino del anarquismo, un ideal que podría parecer exagerado de no ser sumamente sensato. Si bien el paso del tiempo hizo menguar su brillo, e incluso fue dado por extinto, la “cuestión libertaria” siguió dando pruebas de insistencia, ya que los anarquistas parecen disponer de las cualidades del ave fénix, la de renacer de sí mismos, como avatares que se reencarnan en aledaños y ramales varios. El ideario anarquista, aunque fue política y culturalmente notorio, resulta incomprensible en nuestros días si primero no se pone el mundo del revés. En verdad, la anarquía siempre tuvo mala prensa- desde un comienzo-: una “utopía”. Llamado mesiánico, entonces, algo salvaje, por momentos de ultratumba, siempre punzante.

Haz lo que quieras, vive de forma tal como te gustaría que se viviera en el futuro, no te unas a filas militares, no ingieras cadáveres de animales, el enemigo del rey eres tú, aborrece las prisiones, glorifica el sexo, plántate, no obedezcas ni des órdenes, no humilles y no dejes que te humillen, no abandones a un compañero en la estacada, antes paria que jerarca, puedes tomar partido y ser de la partida pero no formar partido, las fronteras son falsas y la ley una ficción de la que se aprovechan los poderosos, el amor es libre y que viva el perder. Tales las consignas, o contrapesos, decálogo del antagonismo y el asombro. En cuanto a los anarquistas, de ellos se decía que eran espantajos, y a veces la atribución fue merecida.

Es inútil ponderar sus actos, altibajos y realizaciones sólo recurriendo a la vara que mide éxitos o fracasos, porque el hecho de que en el mundo haya aparecido “la Idea” –como llamaban ellos al conjunto de sus principios– es una incógnita de la historia. No parece algo natural. Por lo general, aún a disgusto, las personas dan conformidad al mundo tal como es, apaciguándose el inevitable malestar con auxilios, subvenciones y algunos días feriados a lo largo del extenuante año laboral. Son pocos los que procuran darlo vuelta en un santiamén. También las pirámides son construidas para ser escaladas, no para abatírselas, piedra por piedra. Puede considerarse al anarquismo como una respuesta insólita, contundente e irreductible a la existencia de poderes separados de la comunidad, no menos que a los obstáculos e interdicciones interpuestos a la voluntad de autocreación personal, en fin a todo lo que desalienta o encarrila el alocado deseo de vivir, y justamente por eso el credo anarquista promovía una revolución múltiple: cultural, psicológica y política a la vez. Era mucho pedir, era tener exceso de razón, era vivir sin miedo, con organización y sin ella, era disfrutar del banquete, en unión, al menos mientras perdurara la afinidad. No más que eso, no menos que eso.

Desde los inicios del anarquismo, cuando Proudhon, Bakunin y Kropotkin sentaron los fundamentos, muy rápidamente se desplegaron distintos brazos y afluentes que enfatizaron, cada una a su manera, aristas distintas: el mutualismo, el colectivismo, el amor libre, la preocupación por la suerte de la naturaleza, el vegetarianismo, el sindicalismo, el individualismo, la religiosidad sin iglesias establecidas, el espontaneísmo, la emancipación femenina, la moral sin dogmas, las comunas experimentales y algunos otros desafíos que en su tiempo parecieron arriesgados, cuando no flores del mal: aroma a veces ácido, otras veces sensual, siempre diverso e inventivo. Debe destacarse, además, la aptitud del anarquismo para influir sobre personas, ideas y agrupaciones, y a veces multitudes, que no necesariamente se definían ácratas pero que se sintieron “llamadas” a simpatizar con esos principios o a reconsiderar sus propias convicciones. En todos los casos el poder jerárquico fue considerado catástrofe humana, enemigo de vidas que podrían haber sido menos hostigadas.

Los adversarios del anarquismo son bien conocidos. Los clérigos, los poderosos, los militares, los patrones, los “patriotas”, los gobernantes, sin olvidar los comunistas, sus viejos enemigos desde antes de que existiera la ya olvidada Unión Soviética. Esos adversarios sabían que la sensibilidad libertaria enfatizaba temas y problemas que no tenían resolución en el sistema del dominio tal como era, entre otros su muy temprana crítica de la técnica y del industrialismo, sus advertencias sobre los desmanes ecológicos, sus exhortaciones a desertar de relaciones afectivas fallidas, sus apologías de la emancipación sexual, amén de su repulsa por los imperialistas, un aspecto no siempre subrayado. Las prácticas anarquistas, es decir sus modos de vivir, buscaban disociarse del poder jerárquico, cuya imagen, heredada por todas las generaciones, es vertical, concéntrica, ascendente, indestructible, inmemorial. Pero los anarquistas no se concernieron tanto por el antes o el después del Estado, sino por lo que escapaba a su control. No se medita lo suficiente en que la mayor parte de las actividades humanas ocurren en un “afuera” del principio de jerarquía, sean las redes de sociabilidad amistosa, los grupos de pares o las innumerables conversaciones en tantísimas intimidades.

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